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Galeano

Galeano:

Mis lápices, mis libros, mis estantes, mi lámpara de noche y yo ya te extrañamos. Consuela saber que te fuiste, como querías, con el corazón gastado de tanto uso.

Quizá ahora tengas más tiempo para hacer visitas a los insomnes que te seguiremos leyendo. O más bien, a los que seguiremos conversando con vos y el universo a través de tus libros.

Pocos como tú narraron las incontables memorias del fuego, hablaron con las mil bocas del tiempo, contaron lo que pueden los abrazos que aún (por suerte) no terminamos de darnos.

Si alguna vez me resultó el conjuro para que las palabras que escribo hablen, canten, susurren o griten su esencia, a ti lo debo.

Gracias, Maestro.

🙂

Galeano

Galeano:

Mis lápices, mis libros, mis estantes, mi lámpara de noche y yo ya te extrañamos. Consuela saber que te fuiste, como querías, con el corazón gastado de tanto uso.

Quizá ahora tengas más tiempo para hacer visitas a los insomnes que te seguiremos leyendo. O más bien, a los que seguiremos conversando con vos y el universo a través de tus libros.

Pocos como tú narraron las incontables memorias del fuego, hablaron con las mil bocas del tiempo, contaron lo que pueden los abrazos que aún (por suerte) no terminamos de darnos.

Si alguna vez me resultó el conjuro para que las palabras que escribo hablen, canten, susurren o griten su esencia, a ti lo debo.

Gracias, Maestro.

🙂

Constancia

Mil caminos he recorrido en mi corta vida. Mil.
Cien veces he tenido que decidir en un cruce cuál ruta seguir.
Muy lejos me han llevado esos caminos. Cada camino me ha cambiado, y siento que ahora soy infinitamente distinto a cuando comencé a caminar.
Pero cada vez que debo decidir, cada vez que mi andar me enfrenta a múltiples vías posibles, sean pavimentadas o de tierra, el camino que elijo sigue siendo el de la izquierda.

🙂

A Giovanni, en el día de su cumpleaños.

No era mi amigo en realidad. Era un amigo de un amigo. Nos habremos visto unas cinco o seis veces, la última vez cuando ya estaba enfermo y fui a visitarlo en el estrecho apartamento santiaguino donde vivía en ese entonces. Nos reímos mucho esa noche sí, porque era fácil para la risa, y porque el THC tiene esos efectos.

No sé por qué me afectó tanto su muerte, sin haber sido tan cercanos. Quizá porque tenía 24 años y «una vida por delante» como dice siempre mi abuela en estos casos. No lo sé en realidad. Nadie me avisó cuando pasó. No fui a su funeral, ni a su entierro. No sé donde está enterrado.

Meses después me pregunté que habría sido de su vida. Fui a su perfil de Facebook, donde nos enteramos en estos tiempos hiperconectados de las causas y azares de quienes conocemos, y ahí lo supe.

Llegar a su página fue como llegar a su tumba. Y sí, tenía (tiene), muchas flores. Y saludos, chistes, fotos y canciones que le pasan a dejar sus cercanos. Sobre todo su madre, que le escribe constantemente, casi a diario, con el desgarro y el amor que solo una madre puede sentir por un hijo muerto.

Hoy cumpliría 25 años. Mejor dicho, hoy cumple 25 años. Pasé a dejarle mis saludos. Los dejé junto a otros muchos. Su tumba virtual estaba más llena que nunca.

Yo, que no tengo tierra donde cultivar flores, ni mano talentosa para dibujarlas, solo tengo mis pobres palabras.

En este mundo virtual donde podemos estar juntos vivos y muertos, este es mi ramo.

Hasta siempre, compadrito. Un gran abrazo.

🙂

Cuentos voladores

Como buen cubano nacido en la era soviética, más que de príncipes y de dragones, hubo mucho de hielo y de osos en mis historias infantiles.

En un libro de cuentos lleno de aviones y otros artefactos mágicos, gastado de tanto leerlo, Oleg y Vitali me llevaron una y otra vez volando en su alfombra, sacada de un desván de un pueblo a orillas del Volga, tan imaginado para mí como la nieve. Tundras y bosques de abetos, dachas y ríos norteños, pasaron bajo los pies de ese par de niños casi de mi edad, montados en un pedazo de tela, viviendo conmigo el sueño antiguo de tener alas.

Y veinte años después, en la cima de un cerro, en un país donde la nieve dejó de ser imaginada, me lanzo a correr y echo a volar.

También un pedazo de tela me sostiene, aunque está encima mío y no debajo. Como los pies de Vitalka, mis pies cuelgan sobre los campos sembrados debajo, sobre casas de madera y árboles que anuncian el otoño. Y siento el viento helado en la cara, y el sol de fines del verano, y la increíble paz de estar viviendo un sueño. Me río, y recuerdo de repente a mis pequeños amigos rusos de la infancia.

Y soy feliz de haber encontrado mi propia alfombra voladora… 

😉

Imagen

En Cuba jamás necesité agua caliente para ducharme. En casa de mis padres, de hecho, nunca hubo agua caliente en la ducha. Cuando llegaba el temido «invierno» en La Habana, y descendía un par de grados la temperatura ambiente, en la casa todos seguían el nada cómodo ritual de calentar el agua para el baño en cubos.  Ante la incomodidad, yo preferí siempre la ducha, fría pero tolerable, durante la semana que dura el intento de invierno habanero.

Y un día, como muchos cubanos, fui a parar (vine a parar) a un país donde el frío de verdad es una realidad por meses. Recuerdo las carcajadas de los amigos que me acogieron en su casa cuando les dije al llegar que yo me ducharía con agua fría.

Ese día, recién llegando a Santiago de Chile, comenzó la eterna batalla, hasta entonces desconocida por mí, entre el agua completa y rotundamente helada y el agua sacada de los más profundos pozos del infierno. Sin términos medios. Mañana tras mañana, noche tras noche, con temperaturas bajo cero o sol derritiendo las piedras, en pos de ese punto medio, mítico, evasivo, en que el líquido vital no me cocine las entrañas, o me convierta en estatua de hielo.

Y tras años de búsqueda infructuosa de ese «El Dorado» de la temperatura, una noche común de una rara primavera, los astros se alinearon.

Inmóvil, bajo la ducha, sentí la perfección. Después de meses de fríos y nubes, la brisa fresca de la noche era perfecta. Después de años de estar asado o congelado, el agua era perfecta. Olvidé mis preocupaciones ecologistas por el gasto de agua, y disfruté por largos minutos del asombro y la maravilla que provoca cuando tropezamos con uno de esos poco frecuentes momentos perfectos.

Como siempre sucede, no duró mucho. Al poco andar, volví a sentir los primeros síntomas de realidad: regresaba el agua calentada en las mismísimas entrañas del Monte del Destino de Mordor. Suspirando, cerré la ducha.

Es tan corta la vida de la perfección…

😉

 

Se movió mi mundo

«Se apago la luz. ..» así, sin tilde y con los puntos suspensivos mal sincronizados, escribí en twitter, después que me di cuenta, linterna en mano, que no me había olvidado de pagar una vez más la cuenta de la corriente, que nadie más en los edificios cercanos tenía luz. Y ahí me sentí raro de estar «tuiteando» porque se haya cortado la luz, cuando hace unos años, en una realidad bien distinta, pasábamos las noches de julio como estas en La Habana con 8 horas de apagones y 30 grados de calor.

Se ha movido mi mundo, como diría Stephen King en La Torre Oscura, (el libro que ahora leo, que por cierto me está gustando un montón). Me he movido yo. Y de jugar dominó, o hablar y hablar y hablar por horas como único entretenimiento, ahora «tuiteo» porque se fue la luz. El mundo se me ha movido. Ahora salgo a la ventana con una linterna, a comprobar si realmente se cortó la luz. Y compruebo de paso que hay otro buen número de tontos como yo en los edificios cercanos, y por un momento hacemos una coreografía de luces comprobando que no vivimos los primeros síntomas del apocalipsis.

El mundo se me ha movido…

Recuerdo que hace rato no le pregunto a mis padres cuando hablo con ellos si hay o no apagones en La Habana. Y me doy cuenta que no sé si ahora en La Habana ha vuelto o no a haber apagones, como periódicamente volvían a haber. Espero que no hayan vuelto. Me moví yo de mi mundo.

En menos de 15 minutos vuelve la corriente. Y vuelve la calefacción (hurra!), y vuelve la luz, y vuelve el programa de mierda que estaba puesto en la tele. Un programa que la verdad no sé qué hago viendo. Y esa interrupción, probablemente programada por los edificios y anunciada debidamente, solo que ignorada por mí, me hizo incluso levantarme a escribir un post. Definitivamente mi mundo se movió. Como Roland, no sé si para bien o mal. Pero se movió.

Aún me sorprende lo rápido que pasa el tiempo, y como 15 años de repente parecen un segundo. Y sin embargo, el mundo se mueve. Eppur si muove. Se mueve más rápido aún.

En un segundo estaba en La Habana, jugando dominó o Risk, pero sobre todo hablando, dando muela diríamos, toda la noche, cuando no tenía cable, ni mucho menos Internet, y a veces, muchas veces, no teníamos luz. Y hablábamos. Hablábamos hasta por los codos, hablábamos hasta la madrugada, hasta que el calor dejara dormir en las noches (Dios no quiera con mosquitos!) de verano habaneras. Hablar era el deporte nacional.

Al segundo siguiente estoy en Santiago. A los amigos los veo los fines de semana, a los amigos que por acá hemos venido a dar, o a los que aquí hice, y les hablo por Facebook al resto. Y «tuiteo» que se fue la luz, y salgo como un tonto con una linterna, y me pongo profundo, y me hago el intelectual citando a Galileo (creo),  en un blog, a la una de la mañana. Mi mundo se movió un montón…

😉

Despierto. Noticias. Termino de despertar. Ducha. Me conecto. Trabajo. Facebook. Twitter. Desayuno. Trabajo. Simpsons-Trabajo. Almuerzo. Metro. Universidad. Trabajo. Café. Trabajo. Metro. Supermercado. Casa. Noticias. Noche… la noche dirá. Me acuesto. Sueño despierto. Me duermo. Sueño dormido. Despierto.

En los noventa, con quince años en las costillas, probamos el servicio postal en Cuba. Nos escribimos cartas, que demoraron 7 días en llegar a sus destinos, y 7 días más en regresar. Ya en esa época era una curiosidad del pasado que se iba. 

En los… ¿dos mil dieces?; los celulares y los correos electrónicos hace mucho que son instantáneos, o casi. Pero el apresuramiento de los días, las horas que no alcanzan; demoran la inmediatez de las palabras. La llamada del día siguiente llega después de un mes. Los almuerzos para el domingo se suspenden hasta nuevo aviso.  El correo de saludo después de un año comienza con el reproche… «estás perdido».

Con una amiga, una hermana de vida circunstancialmente lejos, por tres años, semana tras semana, nos escribimos cartas con hojas de cuaderno y plumas BIC. Sellos de Cuba y Polonia, sobres comprados o hechos, y la paciencia de escribir tres cuartillas con los sucedido en ciento sesenta y ocho horas. Después del correo electrónico, en diez años nos escribimos cuatro veces. 

La tecnología, la maquinaria que nos ayuda y al mismo tiempo define cómo vivimos, mes a mes se supera a sí misma. Nosotros, que evolucionamos de generación a generación, pretendemos seguir su ritmo. 

Los días, los minutos, las horas, tan relativos como han sido siempre, se apresuran ahora.

Los metros, los smartphones, los computadores, la eficiencia, la ISO 9001, la democracia, la globalización, la integración, los aviones eficientes…, le dan velocidad a los días. Y nosotros seguimos caminando a cuatro kilómetros por hora.

Definitivamente, las velocidades deben ser sincronizadas nuevamente. 

😉

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Mi gorrión

Todo cubano sabe bien lo que es el gorrión. Y todo cubano emigrante conoce mejor aún a su gorrión.

No son esos pajaritos tan proletarios, tan tenidos a menos, que pueblan o infestan ciudades de todo el mundo. Es una mezcla de añoranza, de nostalgia, de recuerdos, que acompaña siempre a toda distancia. Y como los gorriones de carne y plumas, los gorriones que nos acompañan pueden ser pequeños, pero están ahí siempre, presentes aunque no los veamos.

A mi gorrión lo conocí con diecisiete años. En mi servicio militar, obligatorio, se me apareció por primera vez una tarde. Muchos conocieron a los suyos ahí. A mitad de semana, en algún descanso, podías ver a alguno de nosotros en cualquier rincón, con la mochila al lado y un pedazo de papel en la mano. Y con su gorrión. Siempre hubo quien le dijera, con un poco de burla y un poco de solidaridad: «Compadre, no le dé más pienso a su gorrión».

En esas noches de tiempo infinito y de infinita oscuridad, con un fusil en las manos, aprendí a cuidar a mi gorrión. Hay que mantenerlo con el alimento justo, no más. Y así aprendí a quererlo. Si se hace muy fuerte, acaba contigo. Pero en su peso justo, te sirve de conexión contigo mismo, con tu esencia, con tu raíz.

Y al fin del mundo, a este Chile que ya tanto quiero, me traje mi gorrión. Al lado lo tengo, mirando mientras escribo. A veces aparece, por un trueno, por un buen amigo que no conozco,  o por oír a Silvio.

Incluso por oír un tango, a pesar de que mi gorrión nunca fue conmigo a Argentina. Con una amiga, acá en Santiago, intercambiamos gorriones oyendo una canción de Gardel.

No lo miro siempre, nunca me molesta. Pero seis mil kilómetros más allá, mi gorrión me lleva en un golpe de alas a donde nació, cada vez que se aparece.

😉

 

Turistas

En plena selva de Quintana Roo, los turistas invaden diariamente la antigua ciudad maya de Chichén Itzá y todos sus alrededores. Sofocados por el calor, sudando a chorros y casi corriendo entre las ruinas para alcanzar a ver todo, no paran de hacer preguntas a los guías aburridos, muchos de ellos originarios de la zona. Otros muchos mayas repletan cada sitio, vendiendo y regateando con los visitantes en varios idiomas.

Algunos turistas alcanzan a asombrarse de la habilidad de los antiguos. Otros van meramente de acompañantes. Muchos llegaron buscando diversiones en la zona de playas de Cancún y la Ribiera, y llegan a la antigua ciudad-estado sólo porque el tour estaba incluido en un paquete. Un tipo colorado, con un short hecho con la bandera gringa, se protege del sol implacable debajo de un árbol y no para de quejarse del gasto de llegar hasta ahí solo para ver un montón de piedras.

Aquellos que se asombran admiran la perfecta geometría de las pirámides y templos, los significados de sus ángulos, la increíble ingeniería. La mitad de su asombro consiste en preguntarse cómo esa raza, esos «indiecitos» de pies descalzos que intentan venderles recuerdos, hicieron posible tales maravillas. Ideas de contactos extraterrestres, europeos llegados antes que Cortés y otros desvaríos por el estilo toman en su mente más sentido…

En una de las tantas tiendas de recuerdos, como buen turista, reviso los calendarios de piedra, los llaveros y la ropa con letreros y figuras impresas. Me asombro al ver un calendario azteca con el letrero «Chichén Itzá». Le pregunto a una vendedora, evidentemente maya, por la inconsistencia. A su lado, un grupo de viajeros con aspecto de escandinavos atiborran bolsos con souvenirs, sin preguntar precios ni significados. La vendedora maya me sonríe levemente mientras los señala con la mirada y dice, a modo de justificación:

«…turistas».

😉